Lanzarote, Isla Lunar
En ocasiones, la isla de Lanzarote se asemeja a un paisaje lunar. Desde mi bien cultivada ignorancia, que vengo perfeccionando desde mediados del siglo XX, me atrevo a decir que Lanzarote es una isla en la que, en lugar de tierra, solo hay restos volcánicos. Hay tan pocas plantas que se atreven a vivir en la isla, que incluso me sorprende que los postes de teléfono no salgan corriendo de allí.
Y, efectivamente, entre el suelo volcánico y un viento constante (que, por cierto, es una bendición, ya que mantiene el lugar a una temperatura agradable), las plantas se niegan a crecer en grandes extensiones de la isla. Las palmeras, los cactus y algunas plantas domesticadas son lo único que vemos los turistas que visitamos el lugar.
A ratos, mientras recorría la isla en coche de alquiler, tenía la sensación de estar en un desierto hostil a la vida. Otras veces, el paisaje se convertía en un fantasmagórico paisaje lunar. Todo lo que escribo de la isla, objeto de unas vacaciones a finales de agosto de 2012, está basado en una sólida ignorancia, difícil de superar. No hay ninguna pretensión de enseñar nada a nadie. Simplemente compartir las impresiones de un ciudadano de a pie que, un buen día, sin más, decidió pasar una semana de vacaciones en este lugar.

Llegamos a unos apartamentos alegres y cómodos. No pasamos calor en ningún momento.
Alrededor de las 7 de la tarde, mi paciente esposa y yo nos subimos a un avión de Vueling con destino a la isla. No hubo sorpresas, lo cual me sorprendió, ya que no estoy acostumbrado a que todo salga bien a la primera. No hubo retrasos, cancelaciones ni pérdidas de equipaje.
Llegamos al aeropuerto (aunque, pensándolo bien, ¿adónde más iba a poder llegar un avión?). Nuestra maleta ya había dado varias vueltas por la cinta cuando por fin la recuperamos. Alquilamos un Opel Corsa muy simpático en EuropCar, donde nos atendieron de maravilla. Llegamos al apartamento que habíamos reservado en booking.com, y todo fue tan bien que ya me preguntaba cuándo nos caería un rayo.
Por primera vez, Murphy me había abandonado. De hecho, si llegamos pronto al apartamento fue gracias a María, la voz de mi viejo TomTom, que nos guió con gran sabiduría. Si no hubiera sido por ella, a estas horas estaría perdido en medio del desierto, llorando como un niño pequeño. Porque, si hay algo en lo que soy un experto insuperable, es en perderme. Tanto es así que, si fuera ladrón, siempre acabaría atrapado por no encontrar la salida.
Timanfaya, el parque natural donde puedes comprobar que la isla guarda fuego eterno en su interior.
Cenamos en un restaurante cercano, donde nos atendieron muy bien (en toda la isla se cuida mucho al visitante) y, poco después, nos pegamos a la cama como un sello a su sobre. Por cierto, los apartamentos se llaman «Sol Lanzarote», tienen piscina, animaciones, etc. Estábamos fresquitos, cómodos y bien atendidos. Tanto el desayuno como las comidas ofrecen variedad.
Nadie me paga por hablar ni bien ni mal del lugar, aunque no diría que no a un incentivo. Aunque no son baratos (unos 600 euros la semana), salimos contentos después de disfrutar de unos aperitivos en la terracita de nuestro apartamento, sin sufrir ni una pizca de calor. Ver perder al Barça frente al Madrid desde allí no dolió tanto como desde casa. ¿O será que ya me estoy acostumbrando?
Bueno, si algo tengo que criticar, fue la respuesta del recepcionista de turno cuando le pedí si tenía una aspirina. Me respondió literalmente: «No dispensamos medicamentos». Pues claro, si algún día te encuentro tirado en una cuneta, te diré: «No soy el servicio de grúas», pensé mientras colgaba el teléfono al instante.
Parque Nacional de Timanfaya
Un señor lanzó un cubo de agua a un agujero y nos advirtió que esperáramos dos segundos antes de tomar la foto. Tres segundos después, una explosión de vapor emergió con fuerza. No es que la imagen esté desenfocada: está movida debido al sobresalto provocado por la explosión.
Un cubazo de agua arrojado a las entrañas de la tierra es devuelto enérgicamente.
Ningún paisaje similar es tan fácil de encontrar como en el Parque Natural del Timanfaya, ubicado al suroeste de la isla. Allí, el fuego y el calor acechan a pocos metros bajo los pies de los turistas. Para acceder, hay que pasar por taquilla, donde se nos informa que debemos dejar el coche en el parking, a dos kilómetros de distancia, ya que recorreremos el parque en una guagua (autobús).
El hecho de pagar entrada recibe numerosas críticas, especialmente de los autóctonos. Sin embargo, en mi humilde opinión, si no se cobrara entrada, el parque no estaría tan bien conservado ni tan limpio. Así que pagamos sin disgusto, recorrimos los dos kilómetros indicados y aparcamos el Corsa. Nos recibió un señor muy afable y simpático, quien nos demostró la furia que guarda el subsuelo de aquel lugar. Primero, colocó un matojo de hierba seca en un agujero, que ardió un par de minutos después. Luego, llenó un cubo de agua y lo vertió en otro agujero más estrecho. El agua salió disparada hacia arriba, provocando una explosión que hacía que todas las fotos tomadas salieran movidas. El sobresalto de los fotógrafos era comprensible.
No es un pozo de agua, sino de fuego. De hecho, el restaurante cercano lo utiliza como barbacoa.
Y ya poco antes de montarnos en la guagua, se nos enseñó una especie de pozo en el que, en lugar de agua, había calor. Tanto que el restaurante adosado lo utilizaba para asar la carne. Y menos mal, porque como tuvieran que asarlo con leña, lo tendrían muy complicado: la naturaleza es sabia.
A las 6 de la tarde la guagua ya estaba lista para llevarnos por un circuito sin asfaltar por el que nadie creía que podía pasar. A veces, uno hubiera apostado por vernos a todos en un precipicio inmenso. Otras, parecía que las grandes rocas del camino iban a entrar de un momento a otro en la guauga. Pero lo cierto es que el camino fue muy seguro, agradable y las vistas sorprendentes. Por criticar algo diríamos que no se nos dio la opción de bajar del autobús en ningún momento. Pero quizás fue lo mejor. Suelo perderme fácilmente y tal vez ahora aún me estuvieran buscando.
El mirador del Río
Aquí es donde se ha demostrado la habilidad de algunos para «ponerle puertas al campo». Y no solo eso: en la puerta, una taquilla; detrás, una tienda de recuerdos y un bar. Más allá, el impresionante Mirador del Río.
Desde el Mirador del Río no se contempla ningún río, ya que Lanzarote carece de ellos. Lo que se divisa es, en realidad, una estrecha franja del Océano Atlántico que separa esta isla de La Graciosa, que se distingue a lo lejos.
Aunque es un lugar natural en el que se cobra entrada, vale la pena pagar por la experiencia. Todo está perfectamente organizado, limpio, y la visita transcurre sin caos. El Mirador se encuentra al borde de un acantilado de unos 400 metros sobre el nivel del mar y es, en sí mismo, otra obra maestra de César Manrique. Además, la excursión puede combinarse con la visita a los Jameos del Agua, ya que ambos lugares están separados por apenas 13 kilómetros.
En La Graciosa no pudimos ver ni un solo árbol. Sin embargo, la isla está habitada y alberga uno de los mejores restaurantes del archipiélago canario.
En el Mirador del Río no verás ningún río. Solo una estrecha franja del Atlántico que separa Lanzarote de la isla La Graciosa.
Los Jameos del Agua
Al norte de la isla se encuentran los Jameos del Agua, otra impresionante creación de César Manrique. Allí, el visitante puede admirar un estanque de aguas extremadamente transparentes, habitado por diminutos cangrejos albinos. Este estanque está ubicado en el interior de una cueva, un espacio que combina naturaleza y diseño de manera magistral.
El lugar no solo se aprovecha para el turismo diurno, sino también para el ocio nocturno, ya que de noche se transforma en una discoteca única. En mitad de este entorno surge un pequeño oasis, producto de lo que alguna vez fue el techo de una cueva derrumbada.
Una vez que se sale de la gran sala de la cueva, aparece una piscina artificial y un circuito que permite seguir explorando cómo la naturaleza puede ser decorada sin perder su esencia. Durante la visita, es posible refrescar el espíritu en una barra de bar perfectamente integrada en la roca. Ni siquiera los Picapiedra podrían haberlo diseñado mejor.
Los Jameos del Agua, otra creación de César Manrique.
Los Hervideros
Los Hervideros es un lugar free (gratis, de gorra, sin rascarse el bolsillo, por la cara…). No hay taquilla, lo que se agradece de vez en cuando. Se puede ver la relación del mar con las rocas de la costa. Esta costa está llena de agujeros que se comunican entre sí formando un laberinto que el espectador puede ir deduciendo siguiendo un pequeño trayecto muy bien definido.
Dicen que, en los días con viento violento, el agua del mar sube verticalmente por las rocas hasta formar chorros verticales de varios metros que salen de entre los numerosos agujeros que la lava, en su día, fue formando. De ahí el nombre de Hervideros.
Este espectáculo, el de ver salir el agua a chorros, no pude contemplarlo en la visita ya que el mar no estaba de mal humor. A unos pocos kilómetros, podemos ver unas salinas, un pequeño espectáculo visual con mirador propio incluido.
A pesar de lo arisco del paisaje, se pueden utilizar unos pequeños caminos adaptados para que el turista pueda disfrutar del paisaje sin dejarse ni los zapatos ni los pies en el intento. De espaldas al mar, también vale la pena contemplar el paisaje.
Los Hervideros, un lugar donde el mar penetra bajo las rocas volcánicas, formando laberintos increíbles.
El Jardín de los Cactus
Una vez más, César Manrique decidió crear un espacio natural donde el visitante pudiera admirar la gran variedad de plantas que apenas necesitan agua y que tienen excelentes argumentos para no ser devoradas: los cactus. Así, rumbo al norte de la isla, nos encontramos con el Jardín de Cactus. Este jardín adopta la forma de un anfiteatro.
Las construcciones de César Manrique suelen tener varios niveles, y esta no es una excepción. Aquí se pueden observar más de 10.000 ejemplares de cactus provenientes de prácticamente todas las partes del mundo, especialmente de los desiertos. Como en todas las visitas a los espacios de Manrique, también hay una tienda de recuerdos y un bar para refrescarnos. Este lugar, al igual que los demás que hemos visto hasta ahora, tiene un costo de entrada.
El Jardín de Cactus de Lanzarote tiene una gran ventaja respecto a los jardines convencionales: no necesita agua.
El Jardín de los Cactus alberga unas 10.000 plantas. Casi todas tienen espinas, que actúan como medida disuasoria contra sus enemigos.
La Cueva de los Verdes
No es que sea verde, pero, según nos contó el guía, el terreno por el que se accedió por primera vez pertenecía a una familia conocida como «Los Verdes». Es la cueva volcánica más grande del mundo. A diferencia de otras cuevas, carece de estalactitas y formaciones similares, ya que en Lanzarote no llueve ni por casualidad. Por ello, todas sus formaciones son el resultado de los caprichos que la lava dejó plasmados en su momento.
Antes de visitarla, casi por prejuicio, pensábamos que no valdría la pena. Después de todo, «vistas unas cuevas, vistas todas». Sin embargo, esta es bastante diferente de las que se pueden encontrar en la Península. El guía, un tipo simpático, logró que sus explicaciones fueran amenas y entretenidas. La cueva está ubicada muy cerca de los Jameos del Agua. Por desgracia, no conseguimos tomar ninguna foto decente, así que utilizamos una prestada de Lviatour.(http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0).